A pesar de sus buenas relaciones con las SS, el proyecto Farben Auschwitz no progresaba adecuadamente. Uno de los mayores problemas consistía en que los prisioneros debían caminar diariamente casi cuatro kilómetros desde el campo hasta las plantas de IG, tanto a pleno sol en verano, como bajo un frío polar en invierno, lo que menguaba sus ya escasas energías. Las marchas debían ser realizadas a la luz del día para prevenir intentos de fuga, y en caso de que hubiera niebla se suspendía el traslado. Todo esto hacía que la producción progresara muy lentamente. Con una gigantesca inversión de 900 millones de marcos en juego, era necesario adoptar medidas contundentes, y en julio de 1942 el consejo de administración de IG acordó solventar todos sus problemas laborales construyendo su propio campo de concentración, que se situaría junto al complejo industrial. El plan, que requería una inversión adicional de 5 millones de marcos, era bastante innovador para una compañía privada, pero tanto la inversión realizada, como el temor a la ira de Hitler si no se cumplían los plazos para la producción, aconsejaban la adopción de medidas audaces.
El campo fue finalizado al terminar el verano de 1942, y recibió el nombre de la cercana aldea de Monowice (Monowitz, en alemán). Contenía todos los ingredientes de cualquier otro campo estándar gestionado por las SS: alambradas, guardias armados, torres de vigilancia con focos, ametralladoras, sirenas, perros adiestrados… Todo él estaba circundado por una alambrada electrificada, y contaba tanto con celdas de castigo, en las que el infortunado ocupante no podía mantenerse de pie ni tumbado, como con una horca, habitualmente aprovisionada con uno o dos cadáveres que se encargaban de mandar un fúnebre mensaje a los trabajadores. En el arco de entrada figuraba el lema de Auschwitz: el trabajo hace libres.
A partir de ese momento el complejo Auschwitz constaba de tres campos principales de concentración: el original, Auschwitz I, Auschwitz II (Birkenau), y Auschwitz III (Monowitz), llamado también Campo Buna. A estos se unían una multitud de subcampos. No todos eran iguales: Monowitz era un campo de trabajo, y Birkenau un campo de exterminio. La distancia que mediaba entre uno y otro era la “selección”.
Cuando los judíos llegaban a Auschwitz eran separados aquéllos considerados idóneos para trabajar de aquellos que no lo eran: hombres débiles, ancianos, mujeres, niños… Los primeros eran enviados a trabajar en las plantas de IG. Los demás eran mandados, sin más dilación, a las cámaras de gas de Birkenau. Pero superar con éxito la primera selección no era una garantía definitiva para los trabajadores forzados del Campo Buna. La ominosa presencia de Birkenau era un poderoso estímulo laboral, pero la menguada dieta hacía que las fuerzas fueran disminuyendo progresivamente. Como los trabajos solían quedar por debajo de lo previsto en las estimaciones y calendarios, los directivos de IG se quejaban continuamente de la pobre condición física de los trabajadores asignados. Por eso, todas las mañanas, el oficial de asignación de trabajo de Auschwitz acudía a Monowitz y se colocaba en la puerta, por donde los trabajadores salían en filas de cinco. Allí escogía a los más evidentemente débiles, y los que sufrían esta nueva selección eran enviados a Birkenau.
La dieta de los prisioneros de Monowitz, a la que llamaban “sopa de Buna”, era mejor que la de los otros campos del complejo, pero claramente deficitaria. El trabajador perdía un promedio de entre tres y cuatro kilos y medio por semana. Al finalizar su primer mes de trabajo el cambio de su apariencia era notable; al cabo de dos, empezaba a parecer un esqueleto; a los tres, eran prácticamente inservible para el trabajo, con lo cuál era derivado a Birkenau. Este efecto fue estudiado y recogido por dos médicos de Monowitz: los prisioneros conseguían vivir de sus propias reservas energéticas hasta tres meses. A partir de ahí quedaban exhaustos.
No era raro que los prisioneros trabajaran hasta la muerte. Con frecuencia, los grupos de trabajo de entre 400 y 500 hombres volvían, al finalizar la jornada con un promedio entre 5 y 20 cadáveres, que eran apilados en una zona visible del campo de dónde eran retirados tres veces por semana, lo que suponía un nuevo, y lúgubre, recordatorio para los trabajadores.
Farben-Auschwitz supuso una innovación financiera con respecto a los métodos de los esclavistas tradicionales. Para, digamos, el dueño de una plantación de algodón del sur de Estados Unidos en el siglo XIX el esclavo era considerado una inversión, que debía mantenerse para que fuera depreciándose a lo largo de su vida humana. Para IG Farben, para quien la fuerza individual de trabajo se consumía en tres meses, la vida humana ni siquiera era una inversión sino un mero producto fungible, que se gastaba por su uso.
Karl Krauch parecía completamente satisfecho con el enfoque laboral de Auschwitz, y en febrero de 1944 escribió a los técnicos de las planta de IG en Heydebreck: “Para solucionar la continua escasez de mano de obra, Heydebreck debe establecer un gran campo de concentración lo antes posible siguiendo el ejemplo de Auschwitz.”
La satisfacción de Krauch no estaba justificada. Habían sido invertidos más de 900 millones de marcos en Farben-Auschwitz; 300.000 prisioneros trabajaron en las factorías, de los cuáles 25.000 lo hicieron hasta la muerte; las plantas eran tan grandes que consumían más energía eléctrica que Berlín. Pero a pesar de ello, únicamente se consiguió producir modestas cantidades de carburante sintético, y ni un gramo de Buna.
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Imágenes.
1.- Karl Krauch.
2 y 3.- Fotos aéreas del complejo Auschwitz.
Comentarios
Sobre IG Farben, me despertó la curiosidad Primo Levi, que fue trabajador forzado en Buna Auschwitz. A partir de ahí busqué algunos libros. Los básicos son estos (me temo que todos están en inglés):
- Hell's Cartel: IG Farben and the Making of Hitler's War Machine, de Diarmuid Jeffreys.
- The Crime And Punishment of I.G. Farben, de William Borkin.
- The Devil's Chemists: 24 conspirators of the international Farben cartel who manufacture wars, de Dubois y Johnson.
- Wall Street and the rise of Hitler, de Anthony Sutton.
La parte bélica del asunto la he sacado de los magníficos libros de la editorial Osprey. A partir de ahí, yo me he limitado a intentar hacer un relato coherente y ameno. Saludos.