«No es la conciencia de los hombres lo que determina su existencia, es por el contrario su existencia social lo que determina su conciencia». Y con esto Marx quería decir lo siguiente: es inútil que nos pongamos a discutir los valores, las convicciones o las instituciones de la burguesía porque no son reales; sencillamente son emanaciones de sus intereses de clase. Es decir, Marx había descubierto una verdad esencial que muchos no llegan a entender en toda su vida: no somos tanto racionales como racionalizadores. Hay fuerzas invisibles –para Marx, los intereses de clase- que nos conducen, y nosotros nos limitamos a construir explicaciones ex post de por qué el elefante de Haidt nos ha llevado al sembrado en el que nos encontramos (aunque no tengamos ni idea de por qué ha sido). Pero Marx no supo aprovechar la lección y se dedicó a racionalizar, a su vez, su odio a la burguesía y el capitalismo. Y, como había leído mucho, construyó una teoría con una apariencia tan científica que sirvió a todo el mundo para seguir racionalizando. A muchos les sirvió para racionalizar su anhelo religioso en un mundo que había desterrado las religiones; y a unos pocos para revestir de virtud su ansia de poder. Quédense con estos, porque es sobre los que va esta historia.
Puesto que para Marx el problema estaba en los egoístas e invisibles intereses que producía la pertenencia a una clase, bastaba con abolirlas para alcanzar una sociedad ideal en la que todos trabajarían codo con codo durante el día y competirían en alegres certámenes de poesía por las noches –esto casi literal-. Unos años más tarde Vilfredo Pareto contemplaría este programa comunista con cierto escepticismo. Si la revolución prevista por Marx tuviera lugar –predijo- no desembocaría en un paraíso sin clases, desprovisto de opresores y oprimidos. Por el contrario, una nueva élite privilegiada surgiría: la de los sumos sacerdotes marxistas que se erigirían en augures de la voluntad del proletariado y afirmarían hablar en su nombre. Esta nueva élite gobernaría y disfrutaría de sus privilegios en nombre de un paraíso permanentemente futuro. Porque la cosa no iba de lucha de clases, sino de ascenso y caida de las élites. Pareto tenía razón y Marx se equivocaba, desde luego.
No se líen con lo de élites: no hace referencia a los más listos, buenos o educados de cada casa, sino a los que alcanzan el nivel más alto en cada campo. Integran la élite de los ajedrecistas los mejores jugadores, la de los ladrones los que roban más eficazmente, y la de los gobernantes los que alcanzan el poder. Es decir -aunque sea contraintuitivo- personajes como Pedro Sánchez o Yolanda Díaz, o –ya en camino hacia la masa- Irene Montero son la élite. Entonces ¿cómo definir la política actual? Lo ha hecho bastante eficazmente Ramón González Ferriz: «La democracia consiste en la retransmisión en directo de las peleas de las élites, la necesidad de que el pueblo las siga como si fueran un adictivo espectáculo y la exigencia de que tome partido frenéticamente». El anhelo de poder de las élites –o de poder absoluto, como en el caso de Yolanda Díaz- se ha mantenido inalterado desde los tiempos de Nabucodonosor, pero las racionalizaciones están sujetas a la moda. Ahora las élites ya no se disfrazan virtuosamente de defensores del proletariado –que ha demostrado ser bastante ordinario- sino de paladines de las mujeres – reduciéndolas a la minoría de edad- y de profetas del apocalipsis climático. Pero el problema está en nosotros, en la masa que –como dice González Férriz- «nos volvemos adictos a un reality show barato y damos incentivos a los políticos (que) consiguen no tener que rendir cuentas por su gestión ni ser juzgados por el grado en que cumplen su cometido». Gracias a que una parte significativa de la masa acepta la sustitución de la realidad por el espectáculo - al menos hasta que la primera le acabe cayendo en la cabeza- nuestras élites están consiguiendo vivir muy bien sin esfuerzo, sustituyendo en su agenda política la resolución de problemas por un emocionante programa de festejos.
Esta, la democracia de hooligans, es la fase actual del sistema parlamentario, y su hábitat es el sectarismo. Si usted participa gustoso en ella, si vota a sus colores independientemente de lo que hagan, si confunde los partidos políticos con equipos de futbol, si -en suma- posibilita el triunfo de los vividores más cutres que se recuerdan ¿cuál es su racionalización?
Comentarios
Y estremecedora la foto. Sí, esos son élite
Kantarepe
Pero élites como las que menciona siempre están ahí. La estrategia es la misma. El poder y subsidiariamente la pasta y el sexo.
Lo que ha cambiado es la táctica y el medio social-tecnológico.