Nick es finalmente despachado en segunda instancia por Frank y Cora. Todo el mundo sospecha de ellos con excepción de su abogado, que tiene total certeza de su culpabilidad, pero gracias a la habilidad de éste salen libres. Comienza una nueva vida y las cosas, con los normales sobresaltos, empiezan a ir realmente bien para ellos. Cora y Frank están realmente enamorados, y su negocio prospera. Cora queda embarazada, lo que entusiasma a Frank y evidencia al espectador que finalmente ha decidido sentar la cabeza. En ese preciso momento de ilusión y esperanza tienen un accidente. Cora muere y Frank, acusado de asesinato, es encaminado al corredor. Este final causa un verdadero problema al espectador, cuya estructura mental no está preparada para esto.
Porque El cartero siempre llama dos veces contiene dos relatos diferenciados en una misma historia. El primero es una tragedia: una pasión fatal que desemboca en un asesinato. El segundo, una convencional historia de amor. Pero el espectador necesita que cada relato se cierre correctamente, y el final de la película sería perfectamente adecuado para el relato 1, pero resulta perturbador para el relato 2, que parece reclamar un final feliz. Evidentemente ambos relatos forman parte de la misma historia, pero tenemos cierta tendencia a dividir la realidad en compartimentos estancos. Esto facilita la labor de los políticos, que pueden decir sin problemas una cosa un día y la contraria al siguiente.
La mezcla de narraciones puede producir otro efecto secundario adverso: que la película se haga larga. El espectador, que tras el asesinato está esperando que el relato finalice de un momento a otro, se impacienta cuando comprueba que, sin quedar el primero cerrado, la película se aventura en un segundo relato. Pero al menos podemos entender el título de la obra. Los criminales se han librado en principio de su acción, pero el destino inexorable (aunque algo lento) ha llamado por segunda vez y ha acabado alcanzándolos extemporáneamente. Por cierto, aquellos que compartan la progresista visión según la cual la pena tiene la exclusiva función de garantizar la reinserción del delincuente en la sociedad, encontrarán problemas para justificar que Cora y Frank sean condenados. Después del asesinato se han convertido en una pareja feliz, sólida a pesar de los problemas, y estable; el negocio les va bien; Frank se ha curado de sus ansias de vagabundeo y espera con ilusión el nacimiento de su hijo. Ambos están, en suma, perfectamente «resocializados»'. Sobre el cadáver de Nick.
Otro asunto perturbador de la película es el trabajo del abogado. Como he dicho, tiene absoluta certeza de la culpabilidad de los amantes. Cora, en un ataque de rabia contra Frank – e inducida a creer que estaba ante un funcionario de la fiscalía- ha dictado una confesión al ayudante del astuto leguleyo. Sin embargo, esto no le causa el menor dilema moral para defenderlos. Lo hace, gana el caso, los criminales quedan libres a pesar de su culpabilidad, y el abogado se convierte así en su cómplice legal. Para él las normas procesales no son más que unas reglas de juego con las que, incluso, se puede hacer trampas en el asunto cuya limpieza deberían tratar de preservar. Él se limita a utilizarlas diestramente para batir al fiscal, que parece ser lo único que le interesa. Quizás esto sea lo normal. Por mi parte creo que existe una alarmante tendencia a incurrir en este error interesado: pensar que las reglas de procedimiento tienen vida propia olvidando que han sido dictadas para garantizar un resultado, la limpieza de ese procedimiento. Esta forma de pensar constituye la característica esencial del más pernicioso ejemplar de la administración: el burócrata, humilde gestor de las pesadillas de Kafka.
La novela es de James M. Cain. La Metro había comprado los derechos sobre ella doce años antes de empezar a rodar la película, pero lo escabroso del guion había hecho que quedara congelada. Solo después de comprobar el éxito que la Paramount obtenía con Perdición se decidieron los ejecutivos de la Metro a revitalizar el proyecto.
Las dos versiones, la de 1946 y la de 1981, son estupendas. En cuanto a los actores, para algunos personajes prefiero a los de la primera versión y para otros a los de la última. De la versión antigua me quedo con John Garfield, que consigue un Frank más convincente que Jack Nicholson, y con el secundario Hume Cronyn representando al abogado. De la nueva versión escojo a John Colicos en el papel de Nick. Y por supuesto a Jessica Lange que desde luego juega con ventaja: los treinta y cinco años transcurridos permiten a la segunda versión ser más explícita en el aspecto visual del erotismo. Pero además rezuma sexo por todos los poros, como demuestra la documentación gráfica aportada. Es mucho más probable que el crimen sea desencadenado por un encuentro con Jessica Lange en una mesa llena de harina, que por la visión de los poco estimulantes turbantes que Lana Turner se empeña en usar.
Esta entrada se publicó en la Argos
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