El sectarismo es una manifestación de una característica esencial de la naturaleza humana: no somos racionales, sino razonadores.
Con esto me refiero a que nuestras acciones no suelen estar guiadas por la razón, sino por emociones e instintos. Ahora bien, al hombre le gusta imaginarse a sí mismo como racional, y por eso suele realizar grandes esfuerzos para argumentar a posteriori las decisiones que ha tomado previamente por motivos emocionales (obviamente estas seudorazones no son verdaderas razones, puesto que no han guiado realmente sus actos) Lo que diferencia, pues, a la persona racional de la razonadora es la inversión de la secuencia que lleva a la acción. Para el racional, esta secuencia es la siguiente: 1) argumentación -2) acción. Para el razonador, por el contrario, es esta: 1) emoción -2) acción - 3) racionalización a posteriori.
En ese sentido, las ideologías suelen ser meras herramientas de racionalización a posteriori. Y, por eso, son tanto más atractivas cuanto mejor sirven de cauce a las emociones, que son las que realmente nos mueven. Esto explica por qué los nacionalismos resultan tan adictivos y se propagan con tanta facilidad: porque sirven perfectamente de cauce a las fortísimas emociones gregarias y tribales que tan magníficamente suele describir Benjamingrullo.
Puesto que las ideologías suelen funcionar como meros racionalizadores de las emociones subyacentes, suelen ser inmunes a la argumentación racional. Para demolerlas, habría que atacar, precisamente, a esas emociones. Y por la misma razón, las ideologías se convierten en armazones mentales que se limitan a filtrar la realidad. Y, cuando se hace encajar en el molde ideológico, la realidad se comporta como plastilina: parte de ella tiene que deformarse para encajar en él, y parte de ella, sencillamente, se queda fuera, no es procesada. Este fenómeno se denomina sectarismo.
El único antídoto para este mecanismo humano es el decoro intelectual. Consiste en aceptar honestamente las reglas de la argumentación, lo que conlleva la posibilidad de ser convencidos cuando el adversario aporta unas razones más sólidas que las nuestras. Pocas veces ocurre.
Con esto me refiero a que nuestras acciones no suelen estar guiadas por la razón, sino por emociones e instintos. Ahora bien, al hombre le gusta imaginarse a sí mismo como racional, y por eso suele realizar grandes esfuerzos para argumentar a posteriori las decisiones que ha tomado previamente por motivos emocionales (obviamente estas seudorazones no son verdaderas razones, puesto que no han guiado realmente sus actos) Lo que diferencia, pues, a la persona racional de la razonadora es la inversión de la secuencia que lleva a la acción. Para el racional, esta secuencia es la siguiente: 1) argumentación -2) acción. Para el razonador, por el contrario, es esta: 1) emoción -2) acción - 3) racionalización a posteriori.
En ese sentido, las ideologías suelen ser meras herramientas de racionalización a posteriori. Y, por eso, son tanto más atractivas cuanto mejor sirven de cauce a las emociones, que son las que realmente nos mueven. Esto explica por qué los nacionalismos resultan tan adictivos y se propagan con tanta facilidad: porque sirven perfectamente de cauce a las fortísimas emociones gregarias y tribales que tan magníficamente suele describir Benjamingrullo.
Puesto que las ideologías suelen funcionar como meros racionalizadores de las emociones subyacentes, suelen ser inmunes a la argumentación racional. Para demolerlas, habría que atacar, precisamente, a esas emociones. Y por la misma razón, las ideologías se convierten en armazones mentales que se limitan a filtrar la realidad. Y, cuando se hace encajar en el molde ideológico, la realidad se comporta como plastilina: parte de ella tiene que deformarse para encajar en él, y parte de ella, sencillamente, se queda fuera, no es procesada. Este fenómeno se denomina sectarismo.
El único antídoto para este mecanismo humano es el decoro intelectual. Consiste en aceptar honestamente las reglas de la argumentación, lo que conlleva la posibilidad de ser convencidos cuando el adversario aporta unas razones más sólidas que las nuestras. Pocas veces ocurre.
Comentarios
Pero en España hace mucho que ni siquiera se enseña lo que es un silogismo. La LOGSE ya llovió sobre mojado.
Pase, pase. Está usted en su casa.
Por supuesto que estoy de acuerdo con tu descalificación del hombre ilustrado y tu concepto de Hombres Razonadores o Racionalizadores. Es cierto que la falsa idea que el hombre tiene de sí mismo, la idea de hombre de la ilustración que se aplica a sí mismo cada vez que intenta comprenderse, es precisamente lo que le deja sin capacidad para entender lo que le pasa. El hombre que se cree que piensa y luego actúa no sabe que la mayoría de las veces es justo al revés. Su autoconcepto de ilustrado le hace ignorar y no entender sus automatismos, el mimetismo, o cómo una y otra vez decide por él su instinto de pertenencia.
Pero después de descalificar al hombre ilustrado propones como remedio al protohombre ilustrado y la fe en los argumentos. Descalificas el intelecto, el análisis racional y luego lo propones como receta. Algo falla.
Es verdad que el mimetismo da lugar a comportamientos aberrantes, pero ¿quién nos ha dicho que el mimetismo no se puede moralizar? Creo que también los instintos se pueden moralizar. Y que todo lo que se utiliza para crear una pertenencia inmoral y excluyente, se puede utilizar para crear una pertenencia moral. La lealtad a una pertenencia, la de un Nosotros sin Ellos.
Te mandaré algo que tengo sobre esto.
Cuando hablo del respeto a los argumentos no estoy aspirando a un protohombre ilustrado. Estoy hablando de la utilización de una mera herramienta que permita alejar las emociones de la discusión. Del mismo modo que una de los pilares de la sociedad es el estado de derecho, es decir la sustitución de la fuerza por unas reglas de juego iguales para todos, en las relaciones entre personas debería implantarse algo equivalente: el ‘estado de decoro intelectual’, es decir, la sustitución de las emociones, por unas reglas de juego intelectual. Siguiendo estas reglas, el que sea derrotado en un debate tendrá dos posibilidades: 1) aceptar las razones de su contendiente 2) reconocer que obra por emociones y retirarse de la argumentación.
Con el último párrafo creo que estoy de acuerdo. Seguramente, los instintos de pertenencia se pueden moralizar. Pero ¿la moral no pasa por el filtro de la razón? Sí, por lo tanto creo que aspiramos básicamente a lo mismo: a conocer nuestras emociones y establecer ciertos criterios racionales para controlarlas o influir en ellas. Alguna vez he puesto este símil: creo que la razón debe ser como un cocinero que maneja unos fogones inmensos y misteriosos (las emociones) De su conocimiento y manejo de estos fogones dependerá que sepa hacer un guiso apetitoso o que se le queme la comida. Es una alegoría un poco cursi, lo sé, pero no tengo otra.
Espero que sigamos esta interesante conversación.
Siempre he desconfiado de la razón. Es imprescindible, pero como todas las herramientas, puede ser puesta al servicio del mal.
Basta que recordemos las penosas escenas de nuestra juventud, plantando o siendo plantados por novias. El "plantador" se alegraba de perder de vista al "plantado", pero, si tenía cierta capacidad razonadora, podía llegar a convencer al otro, y hasta a sí mismo, de que "era lo mejor para ambos".
Puta mentira: a menudo, la palabrería no explica, sino que enmascara hasta para el mentiroso.
¡Pero qué le vamos a hacer! El animal humano es así.
Abrazos.
Mesié
A uno no le queda más remedio que sobrevivir con las armas con las que le ha dotado la naturaleza.
Las argumentaciones a posteriori no son más que palabras de pastor a sus fitófagos.
Un buen saludo.